martes, 26 de enero de 2016

¡AL CARAJO! (Cuento)

25 / 06 / 2012

El hedor perpetró la puerta de Ale Carajo, aunque ella nunca pensaba un carajo. Pero ¡Qué carajo! Esta vez, era inminente: desterró de los bordecitos de la loza el jabón desparramado en la ducha y se los engulló hasta formar tanta espuma como una chaca chaca.

Carajo dedicaba sus días a mercadear exitosos insultos de la más exótica calaña en el pasillo 5 de Las Pulgas. 

Su inventarío iba desde símiles animales para esposos mal portados y hasta las más férreas maldiciones para los resentidos; siempre se las ingeniaba para que todo cliente se fuera con su ñapa.

Carajo era alérgico a las sonrisas desde la cuna, no reía no lloraba, sólo gritaba.


Es por ello que su mamá le inculcó el arte de insultar, a la que bien se dedicaba, corriendo el riesgo, como en todas las profesiones, de algún día expirarse.

Pero, desde hace meses, en su mesa sólo quedaban restos de un mango y el recuerdo de un banquete. Desde que el gocho Risita suelta llegó al mercado a regalar sonrisas, el negocio iba en picada. La gente, prefería llevarse un saco gratis de ese vago gestó que un puñado de insultos

-“¡¿Cómo podría ser eso?! ¡¿Con tantos desgraciados por allí sueltos?!” Solía refutar Carajo al ver al bululú que siempre lo rodeaba.


Cuando comenzó a ennegrecerse, su nariz se acható como la de los peces, sus cabellos le apresaron los brazos como dos esposas policiales y su lengua se convirtió en un bulto pesado y pestilente que no paraba de crecer. Creció tanto, que debía llevarla enrollada en un carrete que se colgaba de la espalda, eso, hasta que se volvió hedionda carroña de zamuros.

A Carajo le importaba un carajo oler así. Pero las ventas del resto del pasillo se veía afectadas por su aroma: todas las legumbres olían a Carajo, y ni hablar de los plátanos y caraotas. El condominio rápidamente se deshizo de ella y la encerró en un almacén de pollos crudos para que se disimulara el perfume. Allí, un chinito le pasaba debajo de la santa maría un plato de comida todos los días y le declamaba chistes mientras se la comía. El chinito se quedaba horas para verla bien, olerla bien, y sentirla bien. Poco a poco, dejó reducido el espacio personal al tamaño de lápiz Mongol desgastado.

Esa mañana, el chinito se vistió de galante y con una sortija hecha de arroz y soya, estaba decidido a pedirle la mano a Carajo. El chinito se apresuró por el tejado y bajó por el ducto con un miedo del carajo, sacó de su bolsillo izquierdo una lumpia y sin abrir los ojos se la entregó.

“Ca-ca-cacca-ccca-ssssate conmigo”, dijo el chino arrodillado. Y a Carajo se le desorbitaron los ojos, la estopa del pelo se hizo rulas y la lengua se desenrolló como cual pabilo mal empleado, las curvaturas de la boca le llegaron hasta las sienes, su estomago comenzó a vibrar como un tambor, y esbozó un gemido ahogado, el chino le sostuvo la punta de su lengua y así, Ale Carajo dejó escapar su primera carcajada, tan larga y tan estridente que se escuchó hasta en el elevado de Delicias. El tráfico se detuvo, los clientes y vendedores corrieron a buscar de donde provenía, las calles quedaron desoladas y sólo la hilárosla jactada de Carajo irrumpía las nubes. Su piel se destiñó y le transparentaron los órganos, mientras los mentones caían sobre el piso del asombro, y encorados con el espanto del chino, las carcajadas se escurrieron al song de Ale Carajo, quien inmediatamente armo un teatro de vaivenes sin la “r”, se trago la limpia y mofo al chino con su nueva sonrisa.

La muchedumbre carcajeo enardecida, el colombiano aplaudió eufórico, los guajiritos tejieron mas rápido, todos menos el Gocho, al que un atraco le despertó la discordada amargura visible a unas tantas leguas.

xxx

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