Ningún sucio pa botar Voz Veis, como un charco de chicha regado en el cielo, o la tapara gigante que aguantó mucho cloro, una polvorosa pasada de nevazucar o el rostro de una gordita paliducha postrado en entre las nubes.
Me la regalaron hace un par de años, mía, solo mía y del centenar de chamas acompañadas por activistas del movimiento universal romanticista de bajo presupuesto, aunque, parte de mi competencia por acaparar la atención universal, siempre con poquita ropa y un broche de estrellas rozandole el pecho, embelesando al mundo sin Vitoria’s Secreat ni tacones insospechados.
Con todo derecho exijo una buceada privilegiada, pero ella, eterna niña mala, se escuda en puntitas por la sabana de la noche, dejando entrever tan solo los picones guindado sobre el tejado ajeno, custodiada por la sinfonía del asombro y la sensual expectativa que la bruma poco a poco declina, apiadada por la sublime espera de alguna abuelita tan tejedora como diestra araña de ojos añejos asomada en la ventana, lista para pescar el recuerdo de su vida en un solo parpadeo.
Escolta incansable de los sueños del tachón arrullado por los jejenes sobre su hamaca, de la madre que espera el “ya llegue” de su hijo parrandero.
Testigo del piadoso beso de una rumana rebelde y el aullar de los cachorros abandonados en tormenta. Silente a los pies del alabado Olimpo greco y las danzas para ella.
Alcahueta de las agrias fechorías nocturnas de uno que otro tracalero, de las mentiritas del esposo, de las peleas del vecino y la oreja parada de la chismosa de la cuadra. Espía de los arboles espantados por lo que les augura la brisa, la que marca el ritmo con el que bailan los mares, lo pasmado o frondoso de mi melena.
Adicta al dulce sabor del algarabío mundano como tal dama haciendo monerías para sus paparazzi a la espera del espectáculo de su tersa desnudez, que cojan dato las del Moulin Rouge, se está frente a la vedette mejor cotizada de todos los tiempos.
Fabiana Fuentes
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