domingo, 31 de enero de 2016

Crónica: Mi primer sueldo, la inflación y yo ( 12 / 09 / 2011 )


Caí en el encanto de su mirada, su piel, su olor, su expresión tan profunda y sus facciones  aterciopeladas, brillantescas, tan provocativa como el aroma que desprende la mantequilla en una sartén caliente.
Me sedujo irreparablemente como la sonajera de una cascabel atonta a su víctima. Apenas nuestros ojos se encontraron, ya moría por tenerlo entre mis brazos para nunca jamás dejarlo ir, petrificarnos eternamente en un roce sagrado.
Una miniatura peligrosa, el cuarto de una hoja carta, quizá menos. Estaba embelesada por su perfectísima silueta, incluso, mis oídos se hicieron sordos ante las instrucciones de la jefa y tuve que preguntar nuevamente a uno de mis compañeros, qué era exactamente lo que debía hacer.
Aún sigo aturdida por ese instante en el que firme la carta de “recibido”: fresco, mío y con fondos.
Fue un amor casi maternal, considerando que lo engendré y cargué en mi puño, letra e ingenio por unos 30 días, el periodo de gestación de los conejos.
Pero, honestamente –y que esta crónica no afecte el próximo cheque-, no esperaba remuneración alguna, para mí, es como pagarme por ir a los cayos y servirme piña colada acompañada por un par de empanaditas de cazón cada 10 minutos, pero ya que llegó la paga,  ¡que no se vaya!
El reloj pegó la carrera de la mano con mi euforia por cobrar mi primer cheque, la cola fue inerte. El camino hacia mi dinerito y yo estaba despejado, con alfombra roja  y de paparazzi mi mamá.
Por efecto de la metamorfosis, el pedacito verde de papel se convirtió en ocho trocitos marrontescos, que embolsillé rápidamente.
Casi inmediatamente, me dio una extraña piquiña en el bolsillo y mi mano derecha.
Para distraerme, a días próximos de la vuelta a clases, me zambullí en la papelería más coqueta de Maracaibo, cumpliendo el ritual pre-educativo que religiosamente hago desde kínder garden. Subsidiada –valga destacar- por la quincena de mamá o el sueldito de papá: escoger el cuaderno con los más exóticos estampados, que venga con calcomanías, regla, anillo multicolor  y marcalibros de lujo; el bolso reluciente, los resaltadores, bolígrafos de todas las variedades y borradores de mil olores.
No hubo problema alguno, no me topé con la señorita escasez, hasta que llegue a la caja y mami sonreída dijo: “Ay hija, no traje la tarjeta”.
Tuve que pagar con efecto Barney* y mi recién cobrado cheque del mes.
Rectifiqué con la vendedora las características de los útiles, por si había tomado un cuaderno que se escribe solo  o un bolígrafo que hace las veces de varita mágica autentica sacada de Ollivanders.
Tomé la decisión presionada por una cola de representantes enfurecidos cuyos “representados”,insistían en el nuevo Ipad, la laptop verde de manzana mordida, o el típico Mc Donalds.
Deslicé lenta y dudosamente mi tarjeta a lo largo del mostrador, con mi mejor cara de señorita madura y con tarjeta propia, confieso que casi que llamo a 0800 Papi al rescate.
Despiadadamente me quitó la señorita aquel plástico empapado del sudor de mi propia frente por el “come saldo” que algunos suelen llamar “punto de venta”, y una vez alimentado, la cajera me entregó una bolsa que a duras penas llenaba las palmas de mis dos manos juntas.
Debe ser  que uno de los asistentes está buscando la carretilla para ayudarme con el resto.
Me recliné en el mostrador a esperar pacientemente, pero al ver que mi carroza de papeles no venía, le pregunté a la señorita, alzando la microbolsa ante sus ojos,: “¿Esto es todo?”. Con un “Sí mamita”, y el rayón suficiente para una vida entera, salí de la boca del lobo con paso apuradito y cabeza baja.
La independencia cuesta caro,  puedo esperar un poquito más. Mamá me dijo: “Esa fue la inflación”.
¡Pero, ¿qué le he hecho yo a la inflación para que ella me haga esto a mí? Pensé en escribirle una carta exigiéndole una explicación por su comportamiento, no recuerdo haberle hecho nada para que reaccione de esa manera tan “inflada” contra mí, pero si es necesario pedirle disculpas o buscar un responsable, me declaro culpable. ¡Ya me monto en eso!
¿Por qué se interpone entre mi sueldito y las cosas que quiero y/o necesito? Por allí leí que la moneda tenía que ver en esto. Ese circulito metálico debe estar despechado por esa tal “inflación” o sufrir síndrome pre menstrual. ¡Qué no la pague conmigo!
Cuando ya íbamos llegando al carro y en mi trance depresivo, se nos cruzó una tienda de artículos religiosos.
Mi mamá lleva un par de meses en el evangelio, y ya me había comentado que una nueva “hermana” se había unido a su Iglesia y quería comprarle un detalle de bienvenida.
El local era bastante grande: “Mundo religioso”, con artículos católicos, cristianos y politeístas bajo el mismo techo.
 A la izquierda había una vitrina entera llena de sotanas de diferentes tallas, modelos y colores. ¡Los curas también se van de shopping! Por el precio que marca la etiqueta, seguro fueron cosidas por el mismo Cristo.
A un lado, una decena de bufandas, campanas, rosarios y copas “italianas” como accesorios. Algo así como las tiendas de Romeo Britto, el cristianismo está a la moda, pero sin tantos corazones y mariposas.
Pulseras, collares, llaveros, chapas, zarcillos, calcomanías, anillos, dijes, carteras, toallas, alfombras, lámparas, franelas, camisas, botones, microondas, neveras, lavadoras y hasta chocolates cristianos,peces, versículos y estampitas.
Pero lo que más me llamó la atención fue que la canción “Más” del recién salido del closet Ricky Martin sonaba a full potencia, mientras las entalcadas señoras que atendían caja la cantaban a todo pulmón.
Biblias ordenadas por temática: una de cuero, blanca, con  calcomanías multicolores y  rotulados de color rosado y púrpura se titulaba “Biblia de la Quinceañera”. Otra, de piel madera y olor a roble, “La biblia del padre de familia”; y la que mi mamá escogió para su nueva hermana, con bordes dorados y flores en la portada, “Biblia para la mujer”, por supuesto, con igualmente “precios temáticos”.
Ese día descubrí que llegar a Dios es carísimo.
¿Algún descuento por recitar un salmo, cantar una canción de alabanza o leer la biblia todos los días con un ojo cerrado? “¡Olvídalo!”, dijo una tercera edad que podría ser mi abuela.
¿Por qué tengo que dar algo tan débil, bipolar y tan ajeno a mí como un billete para “comprar”? El mundo debería comprarse  a punta de arte, de lo labrado con nuestras propias manos, por un proceso de cultivo y amor a lo que se hace, sería casi imposible valorarlo en numeritos: dos canciones por una pizza familiar, un poema por un vestido, una crónica de tres cuartillas por esa biblia, y mientras más corazón se le ponga, más costoso será la cosa.
Por el contrario, míseros aquellos que hacen fortunas amargas, a costillas de cosas que no disfrutan; algo así como aquellos que se comen una torta de chocolate con asquito.
Nos libraríamos de los cajeros obstinados, las vendedoras odiosas, los chef de rara sazón, los jefes histéricos, las presiones paternales –que obviamente, yo no tuve- por convertir a su hijo artista plástico en ingeniero, esa es la  medicina que yo le ofrezco al virus “inflación”.
En este caso, le podría comprar a mami las biblias que se le antoje, y la papelería completa a fuerza deglosas.
Mientras tanto, de mi mano derecha cuelga una bolsa que pesa menos de un kilo con el sueldo de un mes.
Voy a tener una seria conversación con la inflación hoy mismo, porque… ¡ya viene el 15!
Ahora,  ¿cómo te fue a ti con tu primer sueldo?
 *Efecto Barney: brazos muy cortos para alcanzar los bolsillos.
Fabiana Fuentes

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